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viernes, 27 de diciembre de 2013

Tercer autoritarismo universitario

http://www.larepublica.pe/columnistas/la-mitadmasuno/tercer-autoritarismo-universitario-13-12-2013
La República
La mitadmasuno
13 de diciembre de 2013
Juan De la Puente
El Congreso no debería aprobar la Ley Universitaria sin un verdadero debate nacional. Su obligación es aprovechar el inicio de esta intensa discusión que, ¡por fin!, se ha logrado luego de 20 años de silencio sobre la educación superior universitaria. Así, el Estado empezaría a resolver con una activa participación de estudiantes y profesores los graves problemas que le han generado al país sus decisiones parciales y parches constitucionales en materia universitaria.
Las dos más importantes decisiones sobre la universidad en los últimos 30 años han sido tomadas a espaldas de la universidad;  la Ley 23733, aprobada en diciembre de 1983, en su momento conocida como “Alayza-Sánchez” por los senadores que la inspiraron, consagró un modelo de universidad fragmentada, desfinanciada y de baja calidad. La Constitución de 1993 agravó la crisis al abrir las puertas a la explosión de universidades privadas sin control y límites, en una orgía privatista y mediocre, con muy escasas excepciones.
Este tercer autoritarismo universitario es bien intencionado pero demodé. Reproduce casi exactamente la crítica conservadora a la universidad como un espacio de desorden. Es cierto que se nutre de la necesidad impostergable de resolver los desaguisados originados por el mismo Estado. No obstante, una discusión inviable es aquella que predica que como “algo” hay que hacer, debe aprobarse un nuevo marco normativo. ¿Una nueva ley a cualquier costo? No.
La discusión de fondo es la autonomía universitaria; la vieja autonomía que levantó la Reforma Universitaria de Córdova de 1918, que llegó al Perú al año siguiente, contra la educación clerical, el claustro conventual y la eternidad de las cátedras y de las ideas, es vieja pero sigue alumbrando nuevas oscuridades. En los últimos 30 años esa autonomía fue precaria, trágica y miserable; sobre todo fue un libre albedrío, especialmente en la universidad pública, pobre y empobrecida. ¡Qué difícil es ser autónomo y al mismo tiempo indigente!
Esa autonomía, de papel y de mendrugos, no le sirve a la educación superior, y sobre ello no se ha dicho nada en el debate parlamentario. Esa indigencia ha hecho que todas las universidades públicas se hayan “semiprivatizado” disponiendo cobros por ingresos, matrículas, créditos y cursos desaprobados. En el debate se ha perdido de vista que el principal problema de los claustros, antes incluso que la calidad, es el acceso a la universidad pública. El proyecto, por ejemplo, no ha eliminado la boyante industria de los exámenes de admisión, el eje sobre el que giran las academias preuniversitarias y los colegios preuniversitarios.
Luego, se tiene tres modelos para enfrentar la fragmentación de universidades, facultades y carreras. El primero es la sobrevivencia de ese cuerpo inerte denominado Asamblea Nacional de Rectores, el segundo la creación de lo que el dictamen en mayoría llama la Superintendencia Nacional de Educación Universitaria (SUNEU) y el tercero la creación de un sistema regido por un órgano democrático y colegiado al que concurran rectores, representantes designados por los profesores y los colegios profesionales. En este cuadro de estas alternativas, ni la ANR ni la Superintendencia garantizan la superación de la fragmentación y la conquista de la calidad.
La Superintendencia es una pésima idea; no solo es inconstitucional sino poco práctica. Es imposible construir un sistema universitario que no integre democráticamente la autonomía universitaria. La historia del antiguo Consejo Nacional de la Universidad Peruana (CONUP) debería servir para reflexionar sobre que la libertad no se puede aherrojar.
No está demás decir que la universidad no solo requiere una reforma, sino una reforma democrática. Es una de los ámbitos que más ha padecido del mal del autoritarismo, incluyendo la violencia de Sendero Luminoso que se agregan a los males de la mediocridad y de la corrupción. Dejen ya de experimentar en ese cuerpo.

sábado, 15 de junio de 2013

Universidades, el orden frío

http://www.larepublica.pe/columnistas/la-mitadmasuno/universidades-el-orden-frio-13-06-2013
La República
La mitadmasuno
14 de junio de 2013
Juan De la Puente
El debate sobre el futuro de la Asamblea Nacional de Rectores es falso, burdo y demasiado fácil en relación a la crisis de las universidades. Convertida en la piedra angular de la discusión de la Ley Universitaria que se realiza en el Congreso, pareciera que su destino lleva atada la disyuntiva entre esta crisis y su solución. De pronto, todas las dificultades y expectativas de la educación universitaria se depositan en esta disputa.
Quizás sea posible enderezar esta discusión para centrarla en una larga crisis cuyo último ciclo se origina probablemente hace 44 años cuando el gobierno de Juan Velasco dispuso la creación de una Comisión de Reforma (1969-1972) cuyo resultado fue la Ley Orgánica de la Universidad Peruana (Decreto Ley 17437) luego de un debate y movilización sin precedentes. Estas tres iniciativas sugerentes, es decir, debate abierto, comisión de reforma y ley, se estancaron por el intento de imponer el llamado Consejo Nacional de la Universidad Peruana (CONUP) que pretendía inmolar la autonomía universitaria en el altar de la reforma. Este proceso agudizó la crisis a niveles igualmente sin precedentes; una norma posterior en 1977 no pudo conjurar esta situación al igual que la actual Ley Universitaria que data de hace 30 años (Ley 23733) con ligeras modificaciones.
La cierto es que el proceso CONUP de los años setenta fue también una respuesta a la crisis universitaria surgida con la modernización de los años cincuenta que jalonó cambios sociales importantes, entre ellos la urbanización del país que precipitó a las nuevas generaciones al sistema educativo superior e intensificó una presión popular por el acceso a la educación. En 1950, en las universidades se tenían 16 mil estudiantes, una cifra que creció vertiginosamente a 110 mil en 1970. En 1980, cuando varias universidades empezaron a ser agitadas por el discurso senderista, la universidad peruana era ya un gran estacionamiento de alumnos: en sus aulas se concentraban 260 mil estudiantes. Al mismo tiempo, la demanda creció raudamente; en 1960 terminaron la secundaria 19 mil estudiantes, de los cuales postularon a la universidad 14 mil. En 1980, esta relación se invirtió dramáticamente: egresaron de la secundaria 153 mil y postularon a las universidades 240 mil.
El Estado cree desde hace 44 años que la crisis universitaria se resuelve con un marco jurídico superior. Solo en una parte esta convicción es certera: que la educación universitaria necesita consolidar un sistema que supere la dispersión e incoherencia de pequeñas islas incomunicadas. Sin embargo, este sistema no puede afirmarse desde una visión intervencionista que ahogue la autonomía universitaria con el argumento de la fiscalización y el incremento de la calidad educativa. Como en los años setenta, el principal riesgo es que el intervencionismo agudice la crisis en lugar de resolverla.
El Estado debe responder a los desafíos de esta etapa de la crisis. Nuestro país, con una economía emergente y un reposicionamiento de las clases medias, que pugnan más que hace 50 años por el acceso a la educación superior, demanda de aquel más que una ley o un diseño general. En el actual sistema, por ejemplo, ni las autoridades, docentes o alumnos son responsables de la pauperización de las universidades públicas a las que se les demanda la calidad de las privadas con rentas miserables y a las que solo se les mira con cierto interés cada vez que es necesario conjurar la presencia subversiva en sus aulas.
No hay duda que la universidad demanda una nueva ley. Sin embargo y sobre todo, demanda una reforma profunda, especialmente en las universidades públicas. Parte de esta reforma se relaciona con el aumento de la calidad y la acreditación de esta. No obstante, estas demandas no pueden alcanzarse desde una lógica supervisora que aprisione las libertades. El orden frío y sin alma, que algunos llaman academicismo, termina siendo un orden mediocre. Al contrario, la libertad y la autonomía son los presupuestos del cambio sin los cuales ninguna reforma tendrá futuro.