sábado, 19 de marzo de 2016

La ley es la ley y sus dos hermanos

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La República
La mitadmasuno
11 de marzo de 2016
Juan De la Puente
Los amigos de la frase “la ley es la ley” ya tienen su respuesta: desde hace 15 años la Organización de Estados Americanos (OEA) no ponía reparos a un proceso electoral peruano. Asimismo, desde hace 15 años no teníamos a influyentes medios internacionales cuestionando el “tecnicismo” electoral que acaba en veto político.
Ajustemos cuentas con la madre del desmadre, la frasecita antediluviana de “la ley es la ley”. Empecemos recordando que en la historia hubo ley sin democracia y que la humanidad vivió miles de años con ley pero sin Estado de Derecho, y que hubo y habrá leyes sin que necesariamente sean justas.
Antes de la Revolución Francesa y de la Revolución Gloriosa (Inglaterra S. XVII), y aún más de un siglo después, se refugiaban en la ley los que vendían esclavos, arrebataban al pueblo sus propiedades, quemaban a los incrédulos, azotaban a las adúlteras  y obligaban a los operarios a trabajar 14 horas diarias.
En el Perú no hubo abuso mayor que el que se cometió bajo el paraguas de la ley, ya proclamada la República, como la continuación del cobro del tributo indígena y la esclavitud, el enganche de trabajadores para las obras públicas, el exterminio de las poblaciones nativas y la exclusión del derecho al voto de mujeres y analfabetos. El mismo Apra fue objeto por décadas de una cláusula legal que tildándolo de partido internacional le impidió participar en la vida nacional.
La frasecita intenta modernizarse amparándose en el principio de legalidad aunque de manera equivocada. Este principio consagra lo contrario, es decir, que no basta que la ley exista (lex scripta), sino que sea anterior al hecho sancionado (lex praevia) y que el motivo de la sanción sea preciso y determinado (lex certa).
Norberto Bobbio decía que si hubiese una disyuntiva entre el gobierno de las leyes o el gobierno de los hombres, él escogería el primero porque la democracia es el gobierno de las leyes y porque la ley opera, precisamente, como un freno al abuso del poder pero no es el poder mismo.
Para Francisco J. Laporta no es posible entender el Estado de Derecho sin sus tres componentes: 1) el imperio de la ley; 2) los derechos del hombre; y 3) el principio democrático. Por esa razón existen dos desviaciones que el derecho peruano rechaza, el abuso del derecho (artículo 103° de la Constitución) y el fraude de ley. Para no incurrir en ambos vicios es preciso no quedarse en la ley sino tomar en cuenta los principios que toda norma encarna (TC Exp N° 05859-2009-PA/TC).
El concepto plano de que “la ley es la ley” en el siglo XXI es totalitario y conservador. En nuestro país es hermano de otros atavismos peligrosos para la democracia como “la mano dura” y el “principio de autoridad” (sin principio de justicia), que nos han explotado en la cara y han conducido sendas capitulaciones del Estado, como en el “Arequipazo” (2002), Cerro Quillish (2004), Combayo (2006) “Moqueguazo” (2008), el “Baguazo” (2009), Conga (2012) y Tía María (2015). Luego de los muertos, los tres hermanos se recogen en silencio para volver a aparecer para causar estropicios. Como ahora.
El Estado de Derecho solo empieza con la ley, pero no se reduce a ella. Exige que además de ser ley, la ley sea justa, que no esté reñida con la libertad individual, y desde la posguerra (1945) se pide que no colisione con los derechos colectivos y los estándares internacionales. Se le pide aún más, que su aplicación se ajuste a un reglamento y a un proceso cierto, y que cuando se resuelva una controversia se tenga motivación y argumentos reconocidos como justos.
En este punto el debate ha sido ganado felizmente por las ideas liberales. El derecho moderno exige que la razón no se someta a la ley sino que la ley se someta a la razón. A ello se debe que estados y organizaciones regionales y mundiales cuestionen aspectos centrales de la legalidad cubana, china, iraní, turca, saudita o venezolana. Esto vale para el proceso electoral actual, en el que se esperaba que la ley sirva para organizar la competencia democrática, pero no para la eliminación del adversario.

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